Qué pequeños nos vemos siendo la vida tan inmensamente grande. A veces pasa eso, apenas dos metros cuadrados de piel, que no sé dónde leí que esa era la insultante cifra que nos envolvía, como filtro para expresar el todo. Hoy es de esas veces. Infinitas ganas de tantísimas cosas que el apartamento es ínfimo, la ducha se asemejaba a una de esas gotas que anuncian tormenta y al final ni tormenta ni aguacero; todo es pequeño hoy, menos lo que pienso. Aquí dentro la sensación es parecida a una silueta humana que abre los brazos de par en par queriendo abrazar el planeta tierra. Que no me cabe el corazón, ni los pulmones me aguantan más tabaco, ni este vientre tiene espacio para más mariposas con pinta de cuervo. Ni los párpados se dan la vuelta, ni piensa la boca tragar más sinsabores. Es la revolución de los costados, el norte buscando la veleta. Imagina una de esas animaciones de colores vivos, líneas fluorescentes, esas imágenes que condensan todos los trayectos de todos los coches con los focos encendidos en movimiento. Amplía la imagen, pantalla de cine para el record guinnes. Ahí, en el fondo, al final, en el centro, hay un punto inmóvil de color negro que se llama como yo.
La concentración extrema de ganas no resueltas termina compactándote,
de tanto guardarlas,
de tanto encerrarlas,
de tanto apartarlas,
de tanto sustituirlas
por crucigramas y presentes
que sustituyen al único que pretendías,
de tanto tanto tanto.
Hay una línea gruesa delante de mis pies. Apenas unos metros me separan de ella. Espero turno, como en los bancos, en el supermercado, en las colas de los conciertos. O la cruzo o vendrá la vida enfadadísima a preguntarme qué coño se me está ocurriendo hacer con ella para malgastarla de esta absurda manera.